El poder y la culpa
Una señora enfundada en su abrigo de pieles pasea, por la acera de la calle, a su diminuto perro caniche recién salido de la peluquería canina. El perrito se para delante de una portería y se pone en posición para efectuar sus deposiciones matutinas. La señora espera pacientemente a que acabe de efectuar sus necesidades y, al acabar, tira suavemente de la correa de diseño para que continúe su paseo. Un señor le afea que no recoja el regalito que el can acaba de dejar en el suelo y la señora le contesta que “luego saldrá la portera y lo recogerá, que para esto la pagan. ¡Solo faltaría que lo tuviese que hacer yo!”
Un señor aparca en doble fila en una céntrica calle. Sale del vehículo bien trajeado y se dirige con paso rápido hacia una tienda. Bloquea un carril de marcha y organiza un atasco por lo que otro conductor, después de rebasarlo, le increpa por su acción. El señor dice tener prisa y que vuelve en seguida. No entiende por qué la gente es tan poco considerada, al fin y al cabo no hace mal a nadie. “¿Por qué se molestan si esto es una situación habitual?”
El consejero de una entidad bancaria escucha, con un amplía sonrisa, a uno de los directores de la entidad que le comunica que le acaban de aprobar el crédito que había solicitado. “Faltaría más Vd. es una persona de confianza. Pero hemos de ir con mucho cuidado porque ¡hay cada caso! si yo le contara….”. El consejero lo piensa devolver, claro. Pero en algún momento que le vaya bien, claro. Nadie se lo va a reclamar porque todos piensan que es un pasivo seguro. “¿A ver si no?”
Una famosa, que sale en las más leídas revistas del corazón, aparece por la TV, con su cara bronceada y reluciente, para afirmar que tiene inversiones en empresas en Panamá. Dice que su gestor se lo recomendó porque, además de una buena rentabilidad, tenía más ventajas fiscales que otra propuesta en la isla de Jersey. “Es mi dinero y no perjudicó a nadie. Además tengo plena confianza en mí gestor”.
Todas estas actitudes tienen un denominador común: el que las leyes y las regulaciones están pensadas para el común de los ciudadanos pero, no para ellos. Si no hubiera reglas, la sociedad sería un caos. Por eso hacen falta. Pero las personas honorables saben cuando no es estrictamente necesario seguirlas y cuando pueden saltárselas sin producir daño a nadie y menos desorden alguno. Esta actitud, como vamos a ver, tiene raíces ancestrales.
Desde tiempos remotos las élites y las clases dominantes han mantenido una posición de poder en la sociedad, basado en que su contribución a la comunidad era de naturaleza diferente a la del resto de sus miembros. Todo miembro de una comunidad, pueblo, ciudad, estado o imperio, pagaba impuestos con su dinero, o diezmos y primicias de su producción, o cedía horas y esfuerzo de su trabajo personal para la realización de obras públicas o para participar en la defensa de su aldea o ciudad.
Mientras que los miembros de la élite dominante estaban exentos de estos tributos. En su lugar cubrían funciones importantes para el funcionamiento estable de la comunidad, como establecer códigos y reglamentos para mantener el orden social, impartir justicia en caso de conflictos, defender caminos para garantizar el comercio, proteger la comunidad de peligros externos, facilitar servicios religiosos y ritos funerarios, etc.
Y, complementariamente a la exención de impuestos, se les concedía un trato respetuoso y ciertos privilegios, como hacer el uso que se les antojara de sus súbditos. Se pueden incluir aquí la prohibición de libre desplazamiento así como, también, el derecho de pernada por ejemplo. Y en ningún caso se ocasionaba el mínimo sentimiento de culpa porque era su privilegio el hacerlo.
La única limitación era no confrontar con las actuaciones de otros miembros de las clases dominantes: terratenientes, religiosas, regias o militares. Entre ellos tenían sus propios medios para la resolución de conflictos que iban desde el respeto a la autoridad reconocida como más dominante, a el uso de la fuerza y, llegado el caso, el de la propia muerte de sus adversarios.
A finales del siglo XVIII con el advenimiento de la ilustración y, posteriormente, la extensión de los métodos democráticos en los estados, se pasó progresivamente a profesionalizar y monetizar estos servicios a la comunidad. Así se pasó a constituir ejércitos militares profesionales, remunerados con salarios y no con los réditos de los saqueos. La judicatura se organizó jerárquicamente y con su consiguiente salario. Los últimos han sido los políticos y, todavía, de una forma no bien resuelta. Quedando pendientes los servicios religiosos que tienen diversa instrumentación, según los lugares o países.
Paralelamente con la reducción de privilegios en las clases tradicionales, tuvo lugar la emergencia de una nueva clase dominante: el capitalismo burgués. Cuya contribución a la sociedad consistía en dar trabajo y salario a los otros miembros de las clases inferiores. Y, a cambio, consiguió el tratamiento respetuoso y ciertos privilegios sociales, fiscales y laborales.
Pero a pesar de esta reestructuración de clases y reducción de privilegios, aún permanecen rescoldos del espíritu ancestral de la clase dominante: su actitud frente a las regulaciones sociales.
Todavía algunos miembros de la clase alta, por no llamarla dominante, creen que las leyes, reglas y códigos de comportamiento, están pensadas para el populacho, sin las cuales la convivencia se convertiría en un caos. Pero que ellos no las necesitan porque son capaces de relacionarse sin necesidad de su estricta aplicación, ya que saben cómo administrar bien las excepciones. Y, consecuentemente, sin ningún complejo de culpabilidad en hacerlo. “¡Vamos anda, hasta ahí podíamos llegar!”.
Josep M. Vilà Agosto 2017