San Vicente de Calders (España) 1965
Cuando hacíamos el servicio militar, “ la mili” en el campamento de Castillejos, el día más ansiado era el sábado porque era cuando nos dejaban salir del acuartelamiento. Normalmente utilizaba un autobús que me dejaba en la carretera cerca de Calafell donde veraneaba mi familia.
Pero aquel sábado no había conseguido el ansiado billete del autobús de la libertad, porque sólo un día antes me había enterado que no tendría guardia ese fin de semana y los billetes ya estaban agotados. La única comunicación con la familia era por carta lo que hacía imposible un plan substitutivo y ni siquiera había podido decirles que iba a pasar el fin de semana con ellos.
Era un fastidio pero para salir había otras alternativas. La primera era que otro recluta tuviera vehículo y disponibilidad de plaza en él. Por lo que en cuanto los oficiales dieron el grito de “rompan filas” salí disparado, arrastrando mi petate, hacia la explanada donde estaban los vehículos.
El espectáculo era dantesco. Cientos de reclutas uniformados corrían hacia los autocares y coches envueltos en una nube de polvo levantada por los vehículos que salían y por los propios reclutas en nuestra carrera hacia ellos.
Dentro del marasmo había que encontrar un coche que pudiera sacarme de allí que era la prioridad, después ya vería. Corrí hacia la barrera de salida, donde los vehículos debían frenar para salir, y con los ojos enrojecidos por el polvo y mascando arena, encontré lo que deseaba: un coche con una plaza libre. Me dejó subir. Iba sólo hasta Reus pero ya era suficiente para empezar.
Llegar a Reus y ver gente vestida con trajes que no eran de color caqui ya era motivo de alegría y de esperanza. Bajé del coche, di las gracias y me dirigí, arrastrando mi petate con la ropa sucia de la semana, hacia la carretera que conducía hacia Barcelona.
Allí me dispuse a hacer autoestop. Un joven de 20 años vestido de militar, bajo un sol de justicia, seguro que daba suficiente pena para conseguir que alguien se apiadara y me dejara subir a su vehículo. Así fue, al poco rato un hombre de edad madura paró y se ofreció a llevarme hasta Tarragona, donde se dirigía. Naturalmente le dije que sí y me acomodé, como pude, en un desvencijado Peugeot de color negro.
Me dio poca conversación porque el trayecto era muy corto y ninguno de los dos estábamos interesado en ello. Me dejó delante del Hotel Imperial Tarraco. Pensé entonces que sería más fácil y seguro tomar un tren hacia Barcelona que volver a hacer autoestop. Así que volví a cargar mi petate y fui caminando hasta la estación. Para un joven entrenado en marchas e instrucción militar no era problema el caminar y arrastrar el petate bajo un sol inclemente. Sobre todo cuando la recompensa era una baño en la playa, vestirse de paisano y disfrutar de una buena comida con la familia.
Llegado a la estación comprobé, con alegría, que el tren hacia Barcelona no tardaría más que un cuarto de hora. Compre el billete y al poco apareció el tren. Subí y me acomodé en uno de los asientos libres. Calculé que no tardaría más de media hora en llegar a mi destino: Calafell.
Entonces me asaltó una duda. Recordé que no todos los trenes paraban en Calafell. Algunos, los semidirectos, paraban solo en las estaciones más importantes. Me levanté y fui en busca del revisor para preguntarle.
— Efectivamente este tren no para en Calafell así que tendrá que bajar y tomar otro tren que lo haga — me dijo con mucha amabilidad.
Pensé que afortunadamente lo había preguntado por qué, si me pasaba de largo, el viaje se me haría más complicado de lo que ya estaba siendo. Bajé en la siguiente estación que resultó ser San Vicente de Calders. Una estación de un pueblo muy diminuto pero que era, por razones históricas y geográficas, un importante nudo ferroviario de la zona.
La estación era muy pequeña. Una caseta con una puerta y una ventana a cada lado pero con un andén bastante largo que daba servicio a los trenes que circulaban en ambas direcciones. Vi en el tablón de anuncios que el próximo tren hacia Barcelona, que paraba en el ansiado Calafell, pasaría dentro de una media hora.
No había nadie más en la estación. Así que me senté, junto a mi petate, en un banco situado lo más lejos posible de la caseta de la estación, en dirección hacia Calafell. Seguramente por un instinto de estar más cerca del lugar del destino ansiado.
Me sentía feliz y con una extraña sensación de libertad ya que estaba en un lugar desconocido, para mí, en un momento indeterminado alrededor, del medio día, al que el puro azar me había conducido. No había planeado nada sólo me había dejado llevar por las circunstancias, eso sí, con una brújula que marcaba: Calafell.
Justo todo lo contrario de lo que había hecho durante toda la semana. Horarios rígidos a toque de corneta, lugares archiconocidos y actividades repetitivas. Aquellas primeras horas de la mañana del sábado habían sido un bálsamo de libertad. Mejor que el viaje en autobús, previsible y monótono. Me invadía una nueva, y agradable, sensación de libertad. Nadie sabía dónde estaba y ni siquiera nadie me esperaba en ningún sitio ni momento de aquel día.
Mientras me relajaba con estos pensamientos vi al jefe de estación, un hombre enjuto con su clásico gorro rojo y bastón blanco, que salía por la puerta y venía caminando cansinamente, por el andén, en la dirección donde me encontraba. El sol apretaba. Cuando llegó a donde estaba yo sentado se paró.
— ¿Es usted José María Vilá? — me dijo mirándome a los ojos.
Todas mis reflexiones se desvanecieron de golpe. ¿Cómo sabía mi nombre? ¿Quién era ese hombre que me hacía tal pregunta? ¿Estaba yo dormido y soñando la escena?
— Sí, sí... — le contesté balbuceando.
Lo dije automáticamente por qué mi consciencia era incapaz de entender que pasaba. Pero lo peor fue su respuesta.
— Lo llaman por el teléfono de la estación — lo dijo sin más y se dio la vuelta dirigiéndose de nuevo hacia la caseta de la estación.
Me levanté y lo seguí no sé si con el petate o sin él. Me parecía estar en una película, o en un sueño o en una alucinación. A medida andaba la cabeza me bullía, la caseta de la estación crecía o disminuía su tamaño, las vías del tren se levantaban ondulantes y volvían a caer.
Atravesé la puerta, de la caseta, detrás del jefe de estación que me indicó, a su izquierda en la pared, un teléfono negro que tenía el auricular descolgado. Iba en serio ¡alguien me llamaba por un teléfono!
Tomé el auricular y dije algo muy socorrido y poco adecuado dado lo especial de la situación.
— Dígame — susurré con un hilillo de voz.
Y esperé dispuesto a oír la voz del arcángel San Miguel, patrón del día de mi nacimiento, que me hiciera una revelación. Porque había llegado a la conclusión de que nadie más que él y su jefe, podía saber dónde estaba en aquel momento. Pero no era su atronadora voz lo que oí. Era una voz femenina.
— Hola José María. ¿Cómo estás? Lo tenemos todo preparado.... — y siguió hablando mientras yo trataba de identificar, en paralelo con lo que decía, a quien podía pertenecer su voz.
— Vaya, vaya.... — decía yo de vez en cuando para ganar tiempo en mi búsqueda.
Lo que decía no tenía demasiado interés para mí, o así me lo parecía, porque las cosas tienen un sentido u otro en función de quién las dice.
— Oye. ¡Estás un poco raro hoy! — dijo finalmente al ver el poco entusiasmo que despertaban en mí sus palabras.
— No se. Yo creo que no..... — contesté sin mucha convicción.
— ¿Tú eres José María Vidal? — dijo entonces con un tono de preocupación.
Ahora empezaba a ver la luz. No preguntaba por mí. Era una tremenda casualidad. Una casualidad casi imposible para ser verdadera.
— No — le respondí un tanto aliviado. — Tengo que colgar que se me escapa el tren.
En efecto vi por, la puerta, que acababa de entrar en la estación, el tren que esperaba hacia rato. Colgué el teléfono y me quedé sin saber a qué se debía esta llamada tan confusa, ni con quién había estado hablando, ni cuál era el mensaje que trataba de comunicarme. Corrí como un endemoniado hacia el tren, seguramente con el petate a cuestas, me subí y, sin mirar atrás, me quedé en el descansillo del vagón ya que Calafell era la siguiente parada.
Nunca en mi vida he vuelto a la estación de San Vicente de Calders. Me da yuyu.
Josep M. Vilà
29/9/2015