El Hotel

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Taormina, Sicilia (Italia) 2006

26/12/2006


El coche


Hemos llegado al aeropuerto de Catania. Caos absoluto. Los pasajeros con carritos llenos de maletas compiten con los automóviles para pasar de la Terminal a la zona de transporte público. Lo conseguimos y llegamos al mostrador de la agencia de alquiler de coches donde tengo una reserva hecha. Un cartel tranquilizador en la pared del fondo dice: “Esta agencia ha ganado el premio a la calidad de servicio de este año”. Menos mal, pienso, por fin hemos llegado al oasis americano. Error.

Nos atiende una joven muy morena y con mucho desparpajo, y en un razonable inglés.

—   Si… OK…. Todo bien. ¿Quiere seguro a todo riesgo? —   pregunta sin levantar la mirada de la pantalla del ordenador.

— Si. Siempre lo tomo cuando alquilo un coche —  contesto poniendo cara de conneseur.

— Bueno pues firme aquí —  y me alarga el impreso incomprensible que siempre acompaña a este tipo de contratos.

El precio es el aproximadamente el doble del que tenía contratado y pagado. Protesto de la forma más aséptica y polite posible.

— Es que Vd. Ha añadido el seguro supercover XCI —  dice solícita y con voz profesional.

Firmo, no muy convencido, pero todavía no me había percatado del por qué los seguros a todo riesgo eran tan caros en aquella isla. 

Vuelta a competir con los coches para acceder al área de entrega de vehículos. En el primer bordillo, ya que no hay rampas de acceso a las aceras, las maletas caen. Las recogemos y seguimos. Después de dos llegadas al lugar equivocado y de preguntar en un mal italiano, el mío, y de obtener repuestas en una lengua prácticamente ininteligible, tropezamos milagrosamente con el cartel anunciador de la compañía que buscamos.

Otra joven morenita y expeditiva nos da las llaves y nos indica donde se encuentra el ansiado vehículo. Por fin llegamos. Lo miro y no me parece en condiciones. Al menos en las condiciones que tengo por costumbre encontrar en estos casos. Vuelvo a la garita de la joven morenita.

—  Me parece que el coche no esta limpio — digo con alguna severidad. Suspira y me acompaña a verlo.

—  Es que ha llovido y se ha ensuciado —  asevera encogiendo los hombros y con una mirada en espera de comprensión. No la tengo.

—  Y esos pegotes marrones encima del faro —  ataco. 

—  ¡Ah eso! Desaparecen aplicando un paño húmedo —  esquiva el golpe poniendo cara de “vaya cliente pesado me ha tocado”.

—  Y ¿ese agujero que hay en el parachoques delantero? — repito el ataque por otro lado pensando que esta vez si que la voy a alcanzar. Empieza a gustarme la esgrima.

—  Eso no es importante. Le falta la tapa del gancho de arrastre. No impide la conducción —   dice aparentando tranquilidad y con la parsimonia aburrida del mecánico que ilustra a un cliente que no sabe nada sobre su automóvil. Pero yo interpreto que la he tocado y que disimula. Es cuestión de seguir el ataque por ahí.

—  Pues apunte en la hoja de entrega que le falta esa pieza —   tocada. Calla, saca un bolígrafo y apunta en la hoja de entrega. Me doy cuenta que, efectivamente, tiene un flanco desarbolado. Es cuestión de insistir el ataque por el mismo camino. Echo una ojeada sobre el coche.

—  Y ¿ese bollo que hay sobre el capó? —   insisto el ataque por el flanco débil, con una voz pausada pero firme. Ya no opone resistencia y apunta con el bolígrafo sin rechistar. Ya es mía.

—  Aquí hay una rallada en la puerta delantera derecha —   digo señalando con el dedo como si fuera el florete con el que, ahora, domino el combate. Sólo mira de reojo y sigue apuntando en silencio. Prosigo parsimoniosamente mi investigación en torno al vehículo.

—  También hay una en el lateral izquierdo —   marco con mi florete haciendo un pequeño círculo en el aire. Como Steward Granger en “Scaramouche”, una de mis preferidas películas de espadachines de mi infancia. Ya ni mira, sólo apunta con la cabeza gacha y aire de mal perdedor. En un gesto de gran magnanimidad, la perdono. Con la punta de mi florete le levanto la cabeza, la miro misericordioso y la dejo marchar. 

Entro glorioso en el coche. Por fin me he desecho de la tensión del viaje: el retraso en la salida desde El Prat, los 300 metros fondo por los pasillos de Fiumicino con la casi seguridad de pérdida del enlace y la lucha con el caos local para llegar reptando hasta el área de alquiler de coches. La isla comienza a gustarme.



El hotel


Anochece por lo que no es cuestión de perder más tiempo. Todo el viaje lo había organizado y contratado por internet.

—  Bueno… ahora vamos a ver donde está el hotel y cuál es el mejor camino para llegar —   le digo a mi mujer. Pienso que tenía que haber aceptado la contratación de un navegador GPS que me había propuesto la primera morenita de la agencia de alquiler pero, en aquel momento pensé que ya no quería pagar más. Sin embargo una oscura intuición me indica que debía haber alguna razón para que me lo ofreciera.

Cojo mi cartera y busco el resguardo impreso de la reserva del hotel. No lo encuentro. Tranquilo. Vuelvo a mirar. Allí están las copias de los billetes electrónicos, de la reserva del automóvil, de las indicaciones turísticas pero, la confirmación de la reserva del hotel no está. 

Mi mujer nota algo se impacienta y me pregunta. 

—  No encuentro la dirección del hotel —   digo un tanto alterado.

—  ¿Tienes el teléfono? —   pregunta pensando que me estoy ahogando en un vaso de agua.

—  No —  contesto lacónicamente esperando aterrorizado la siguiente pregunta.

—  No pasa nada vamos a un puesto de información turística y preguntamos por el hotel —   dice condescendiente a un marido que, repentinamente, parece se ha convertido en un niño inútil. Ahí está encubierta la pregunta maldita.

—  Es que…. ¡No me acuerdo del nombre del hotel! —   reconozco profundamente turbado. 

He lucido del hotel ante mis amigos e hijos, enseñándoles fotos de prospectos e imágenes por internet, antes de partir de viaje. Y ahora no me acuerdo del nombre. Es verdad que he tenido un mes muy intenso de trabajo antes de las vacaciones. 

Esto no parece una buena excusa para mi mujer cuyos ojos inyectados en sangre no presagian nada bueno. Se produce un silencio espeso. Espero que salte sobre mí y me estrangule pero está demasiado cansada y prefiere reservarse para otro momento. Sólo emite un suave suspiro que a mi me suena como un sonoro bramido de un toro atrapado.

—  Bueno. Vamos hacia Taormina que recuerdo, la propaganda decía, estaba cerca de allí —   intento recuperar la iniciativa. Pongo el coche en marcha y salgo disparado hacia la autopista esperando que la cercanía del lugar, por alguna extraña magia, haga reverberar el nombre en mi memoria.

Los cuarenta siguientes minutos nos hacen olvidar lo apurado de nuestra situación. En los cinco primeros minutos descubrimos la razón por la que el seguro a todo riesgo del coche era tan caro en esta isla. 

En algunos países donde había conducido las señales de tráfico no eran indicaciones sino que eran meras sugerencias, en otros sólo opiniones de las autoridades pero, aquí, eran fundamentalmente ornamentos decorativos. Efectivamente una carretera sin raya blanca continua es realmente fea. Por eso la pintan, pero eso no quiere decir que signifique algo en especial, y lo mismo sucede con las señales de limitación de velocidad, ceda el paso, etc. Que con sus colores rojos dan un aspecto como profesional a las carreteras, sin mayor trascendencia.

Mientras me acostumbraba al hostil entorno de la conducción, mi mujer va, con los ojos desorbitados, agarrada con ambas manos a lo que parecía más seguro del automóvil. No podemos pensar en otra cosa que salir vivos de la llamada autopista aunque sea para enfrentarnos a nuestro fatal, y desconocido, destino.

Veo un letrero de la autopista que marca la salida a Giardini-Naxos.

—  Salgamos aquí. Creo recordar que la propaganda decía, también, que el hotel estaba cerca de Giardini-Naxos —   digo como un miembro de una sesión de espiritismo cuando recibe voces del más allá. Mi mujer ni parpadeó, porque sus desorbitados ojos se lo impedían.

Salimos de la autopista y nos introducimos, ya entrada la noche, en un océano de casas veraniegas y en un laberinto de calles vacías. ¿Qué hacer? ¿Buscar un internet-  café y acceder a mi correo electrónico para rescatar la reserva? La idea parece peregrina en el lugar donde estamos. Damos dos vueltas más esperando que se produzca algún milagro, que no se hace, y entonces veo un letrero que indica la dirección hacia la estación del tren. 

—  Quizás en la estación haya información de hoteles —  digo en mi huida hacia delante. Mi mujer, que ya puede mover los ojos, pone una cara como el que ve un extraterrestre, que dice ser su marido, y no dice nada.

La estación está cerrada y totalmente a oscuras. Enfrente hay un patio de un almacén donde se ve una luz y se perfilan dos hombres están descargando una furgoneta. A la desesperada, bajo del coche y me dirijo a ellos. Mi mujer, que ya ha perdido su capacidad de asombro, me sigue con la mirada.

Me acerco a ellos. Pero ¿qué les pregunto? De repente me viene un flash. En las fotos que enseñaba a los amigos el hotel parecía un castillo. Armado con esta revelación divina me dirijo decidido a uno de ellos y le digo en mi sucedáneo de italiano.

—  Estoy buscando un hotel que se llama Castello de …. —  alargo las palabras y gesticulo poniendo las manos con los dedos hacia arriba. Como hacía Vittorio de Sica para dar la impresión que el nombre era evidente y no hacía falta decirlo.

—  El hotel Castello de…. —   repito para darle tiempo a que él recupere la memoria y me diga que conoce uno que está en…, pero no dice nada. Al fondo en mi coche, a oscuras, se ve solamente lucir las llamas de los ojos de mi mujer.

—  de…de…San Michelle —   digo finalmente para darle alguna pista.

—  ¡Ah! El hotel Castello de San Michelle —  dice por fin y me da las indicaciones: vuelva a la autopista, salga en la siguiente salida que es Taormina, de la vuelta al monte suba unos cinco kilómetros y, nada más pasar la puerta de la muralla, en medio de la plaza está el hotel Castello de San Michelle. 

Algo falla. Mi alegría se deshincha como un globo pinchado. Yo había lucido ante mis amigos que el hotel tenía una playa privada, luego no podía estar en una plaza situada en un pueblo en lo alto de una montaña.

—  No. El hotel del Castello, que io cerco, dove andare viccino al mare  —  digo en mi macarrónico italiano. Mi moral está ya en el suelo, junto a mí, en forma de charco oscuro. Se hace un silencio eterno. 

—  ¡Ah! El hotel Castello de San Marco —  dice, por fin, con grandes aspavientos. De repente todo se ilumina, en mi mente y alrededor mío, había luz por todas partes. Los dos hombres despliegan sus alas de ángel y las sacuden un poco. 

Efectivamente el nombre del hotel era Castello de San Marco. Lo recordaba perfectamente de la propaganda y de la larga correspondencia entablada para conseguir una habitación. Era imposible no acordarse pero la “mente humana es muy compleja”, me doy como excusa para disculparme de haber estado a punto de arruinar las tan ansiadas vacaciones. 

Y además, según me dicen, está muy cerca de donde nos encontramos: siguiendo la calle de donde venímos y torciendo a la izquierda, después del puente, nos deja en la Marina de San Marco, donde está el dichoso hotel.

Volví al coche triunfante, una vez más. 

—  Ya se donde está el hotel — digo a mi mujer que, aunque incrédula, no tenía más alternativas que dejarse llevar. En un momento llegamos al hotel.



La habitación 


Sí, en realidad, el Castello es un magnífico palacio del siglo XVIII situado en un inmenso parque, que se adivinaba desde las escaleras que llevaban a la recepción. Nos atiende un joven moreno, alto, con un amplia nariz, perfectamente trajeado y en perfecto inglés. Ningún problema. La habitación estaba reservada y nos esperaban. Otro joven, también bien trajeado, nos acompaña a la habitación por el camino que bordea el jardín. Por fin el merecido descanso.

Atravesamos la pequeña terraza que da acceso a la habitación y entramos. Un salón bien decorado, el lavabo, los armarios y una escalera de madera que da acceso al dormitorio que está situado encima del salón formando una especie de duplex. Mi mujer y yo nos miramos y nos entendemos perfectamente. Muchos años de matrimonio tenían esta ventaja. Pero ella advierte también en mí, un amago de cansancio o de falta de decisión en lo que yo tenía que decir a continuación.

—  ¿Podrás bajar al lavabo a media noche por estas escaleras? —  dice con como de pasada pero con un notable retintín. En realidad ya no tenemos edad para andar subiendo y bajando por escaleras de madera y sin pasamanos. Además dos días antes de salir me había dado un formidable golpe en el dedo grueso del pie y lo tenía en estos momentos hinchado, coloreado en lila y negro y dolorido por el trajín, especialmente intenso, de este primer día de vacaciones. El puyazo funcionó.

— La habitación no nos conviene. No descargue las maletas —  le digo al joven. Cojo mi yelmo, armadura y lanza y salgo con paso rápido hacia la recepción. 

Allí explico, con un tono educado, que la habitación no podemos usarla por mi pié, nuestra edad, etc. El recepcionista pone una cara de desconcierto, y estudiada desolación, y me dice que no hay ninguna otra disponible esta noche pero que, seguramente, la habrá mañana. Pongo la lanza en ristre y ataco.

— ¿No tienen nada disponible? ¿No tendrán, por casualidad, una suite disponible? —  digo con voz provocativa. Nerviosismo en el auditorio. Traqueteo con el teclado del ordenador. Mirada absorta en la pantalla.

— Sí, sí, claro, pero en este caso habrá que pagar un suplemento —  responde gesticulando, pero sin mirarme a la cara. Tocado.

— Yo no le discuto el precio. Sólo quiero saber si puedo tener una habitación con la cama al mismo nivel que el lavabo —  digo avanzando resueltamente sobre el mostrador.

En aquel momento surge una profunda voz desde detrás de la puerta que comunica el mostrador con la oficina. Una voz que envuelve todo el recinto de la recepción, que era coquetón pero de dimensiones reducidas. Unas palabras ininteligibles y potentes como las del dragón Pfafner cuando se dirige a Sigfrid desde la profundidad de su cueva en la ópera de Wagner.

Los jóvenes del mostrador se quedan por un momento como petrificados y el ordenador deja de producir ruidos. No aparece nadie pero, cuando se apaga el eco de las últimas palabras, los jóvenes vuelven a la vida, respiran y el ordenador vuelve a emitir su característico traqueteo. Uno de ellos levanta la vista de la pantalla y me mira sonriente.

— Afortunadamente tenemos disponible una suite y además no le cobraremos ningún suplemento — dice como si no hubiera pasado nada anteriormente. Vuelvo triunfante a al habitación donde me esperaba mi mujer.

— Vamos a la suite — le digo con aires de grandeza. Por la cara que pone parece que empieza a olvidar los otros asuntos del día. Seguimos al chico de las maletas que, por cierto, también lucia de una amplia nariz, y aún no sabía la razón, y nos aposentamos en nuestra nueva habitación. Muy grande y todo al mismo nivel. 

Intentamos cenar alguna cosa, con escaso éxito gastronómico, y caímos derrengados en la cama.

Al día siguiente nos despertamos tarde y pedimos que nos sirvan el desayuno en la terraza de la habitación. Craso error, parecemos principiantes. El desayuno se pide en la habitación cuando sabes lo que hay, o tienes posibilidad de solicitar lo que quieres. Al rato otro joven, esta vez rubio, nos trae con toda su mejor intención lo que a él le hubiera gustado desayunar: galletas con dos frascos de nocilla, un tarro de miel, y dos cafés con leche. Tomamos nota del error y me dirijo, de buen humor, nuevamente a la recepción para asegurar la habitación para el resto de los días. 

La mañana es magnífica, todavía no hace demasiado calor, y el recorrido a la luz del día va revelando que los lugares por donde pasamos, la noche anterior, son realmente hermosos. Estamos en un buen lugar. Llego a la puerta del castello, que es la recepción, y esta vez detrás del mostrador está una chica joven, alta, morena con los ojos azules y con el pelo recogido en un elegante moño. Viste una camisa blanca y una falda corta de color azul marino y mantiene una compostura muy profesional. Me dedica una amplia sonrisa y, en un perfecto inglés, me saluda y me pide en que puede servirme.

— Quisiera cambiar la habitación y quedarme el resto de los días en la suite — le digo con cierta euforia y con cierta condescendencia porque, con esta decisión, voy concederles un aumento de un 50% en sus ingresos. 

— Desgraciadamente no la tenemos disponible para ese período — dice sonriente. Mi alegría matutina se desvanece y los viejos demonios del día anterior se aprestan a introducirse en mi cabeza. 

— Sin embargo ha quedado libre la que le ofreciera mi compañero anoche — continuó mostrando su mejor sonrisa que era, en realidad, exuberante y hermosa. Pero no lo suficiente para aplacar mi desencanto.

— Antes de aceptarla quiero verla — es un farol pero me sale del alma antes de que pueda analizar la traducción de la frase. En inglés es aún más ruda y descortés: I want check it. Pero he de probar y, en todo caso, marcar bien el territorio donde tenemos que jugar la partida.

Se ruboriza un poco y nerviosamente teclea algo, seguramente inútil, en el ordenador. Su cara muestra un cierto espanto. 

— Es que… si no le gusta… no tenemos otra disponible en todo el hotel porque está completamente lleno — dice mirándome directamente a los ojos con una candidez casi infantil. Es inútil, cuando cantas una carta debes mantenerla especialmente si es un farol. 

— Cuando la vea, le diré si me gusta — insisto de forma arrogante, mientras pienso qué hacer si realmente no me gusta. Y lo que es peor: cómo se lo digo a mi mujer. En realidad el farol ya ha fallado porque ella ha aguantado la apuesta y no me ha ofrecido ninguna alternativa más que la rendición.

Salimos de la recepción y me dirige a un coche pequeño, un Fiat uno amarillo, aparcado delante porque, según me indica, la habitación que me ofrece está un poco alejada. Me da mala espina y acelero, en mi pensamiento, la búsqueda de alternativas. Tengo la guía Michelin en la maleta y quizás con un poco de suerte…

Subimos en los asientos delanteros del auto, hombro contra hombro, ya que es muy estrecho. Ella, un tanto azorada, gira la llave pero el vehículo no se pone en marcha. Lo intenta tres veces.

— Mira es un vehículo automático así que debes poner el cambio de marchas en punto muerto antes de arrancar — le digo en plan profesor a su alumna. Su sumisión y respeto me hace olvidar la partida de poker. El coche se pone en marcha pero, al acelerar, no se mueve. Gira la cabeza y me mira con cara de espanto buscando alguna respuesta. 

— También hay que quitar el freno de mano — le digo señalando la palanca con sumo cuidado para no rozarle el muslo que, por sus largas piernas y corta falda, me mostraba generosamente. Debía proceder con cuidado para no convertir la situación en algo peligroso. A los profesores no se les permite familiaridades con las alumnas. Recuerdo a Stella Stevens y Jerry Lewis en El profesor chiflado y  trato de evadirme, aunque sea sólo mentalmente, de la situación.

Finalmente el coche avanza, muy despacio, pasa por delante de la recepción y luego por los caminos del interior del jardín. Al poco me doy cuenta que debe ser la primera vez que conduce un coche. Ella va agarrada fuertemente al volante y yo cruzo los dedos de las manos, no para rezar, sino para evitar mi costumbre de toquetearlo todo cuando estoy nervioso. No era el momento de toquetear nada. Además yo soy el profesor, el cliente y el jugador de poker así que, pienso, debía mostrar más frialdad en mi comportamiento.

El recorrido por el jardín es magnífico, pinos, limoneros y palmeras adornan todos los rincones. En algún momento me parece que ella trata de ensalzar algún rincón especialmente hermoso, por donde pasábamos, mirándome con sus transparentes ojos azules y musitando algunas palabras que no entendía pero agradecía. Pienso que debe ser una estudiante de hostelería en prácticas. Luego vería que estaba muy equivocado.

Llegamos a una zona de bungalows adosados. Para, bajamos y abre la puerta del último y me lo enseña. Afortunadamente pasa el examen: salón, dormitorios, lavabo y terraza en un mismo nivel. Rodeado de limoneros y con el Etna al fondo. Fantástico, pienso, por lo bonito y por el peso que acabo de sacarme de encima.

Al volver a sentarnos en el coche se queda un rato mirando los mandos, supongo que tratando de recordar mis lecciones.

— ¿Quieres que conduzca yo? — le insinúo. Me mira ruborizada y, en un arranque de valor, pone en marcha el vehículo. Yo vuelvo a sujetarme las manos con fuerza. El vehículo vuelve por otro camino y para frente a la suite donde espera mi mujer sentada en la terraza. Nos mira y, naturalmente, me ve sentado hombro contra hombro con la morenita de ojos azules.

— Nos ofrecen una habitación que te va a encantar. Vamos a mudarnos — digo desde la ventanilla del coche sin dejarle tiempo a reaccionar ni decir nada. 

Una vez solventado el problema del alojamiento, para los próximos días, ahora ya podemos empezar a relajarnos y a preparar nuestras actividades vacacionales.


Josep M. Vilà

26/12/2006



 


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