Del Bar Ancora recuerdo especialmente las sombras y el sonido de los jugadores de dominó durante las calurosas noches de verano. Era todo lo que alcanzaba a ver y oír desde mi habitación situada frente al bar, justo al otro lado de la hoy Plaza Boston y, en aquella época, sin nombre. Sin nombre como muchas de las cosas en esa, amable para nosotros, siniestra para muchos y insulsa para la historia, época en que nos tocó vivir nuestra infancia. Época llena de cosas innombrables y de cosas sin nombre. Cosas que no se podían decir y cosas que no se podían nombrar. No se podían nombrar ciertos personajes de la familia y no se podían decir cosas como las que anunciaba el letrero de "Prohibida la blasfemia y la palabra soez" que nos saludaba cada día al subir al tranvía 64. El que tomábamos mi amigo Carlos y yo, junto con nuestras respectivos hermanos, para ir al "cole". No se podían decir blasfemias porque las tripas se te podían reventar entre fuertes dolores, como nos dijeron le sucedió a Lutero después de oponerse a una bula papal. Oponerse era algo fatal, como en la época de Lutero. Si te oponías podían pasar cosas innombrables y grises. Sobre todo grises. Como los uniformes de los policías que las ejecutaban. Los grises. Todo era gris. La palabra soez también era gris, casi siempre eufemismos, por si no fuera el caso: "me cago en diez, mecachis, me cago en satanás, etc.". El negro se reservaba para las cosas serias e importantes, como los hábitos de los curas, los trajes de los caciques i los tricornios de los guardias. El gris y el negro eran los colores preferidos en esa época. Todos Los demás colores eran sospechosos de irreverencia, de intento de llevar la contraria y de atentado contra la uniformidad. La uniformidad del comportamiento de las personas era también muy importante como consecuencia de la forzada unidad de pensamiento, cultura y lengua. ¡Ah, qué peligrosa era la lengua! Recuerdo que, al subir las interminables escaleras que conducían a casa de mi abuela situada en una quinta planta sin ascensor, los rótulos de cada piso estaban debidamente uniformados. En el del primer rellano se leía: PRIMER, en letra de molde roja, seguida de una O pintada con un pincel negro ¡como no! En el siguiente: SEGON en el que se le había añadido un DO en negro y raspado la parte superior de la O para convertirla en U. Era fácil adivinar el resto de la rotulación uniformizada en la lengua del imperio, como se la llamaba. Un imperio más falso que "un duro sevillano". Ya que, si bien tenía un emperador que se trasladaba bajo palio rodeado por una numerosa corte de militares, curas y potentados, no tenía reconocimiento más allá de unas estrechas fronteras que jamás pudo franquear ¡Nunca mejor dicho! Un imperio de vanidades y mentiras. Mentiras como las que nos obligaban, algunos profesores, a escribir en el borde de las hojas de nuestro cuaderno de deberes: UNA GRANDE Y LIBRE, VIVA FRANCO y otras sandeces por el estilo. Siempre pensé que lo que se debería prohibir, en todo caso, era "la palabra sandez" en lugar de la "palabra soez", que se nos recordaba cada día al subir al tranvía. El tranvía era además, para nosotros, una escuela de la vida. Por el transitaban los personajes más variopintos y más alejados de los que veíamos en nuestra casa o en el "cole". Los viajeros que te robaban el "llonguet" del desayuno que llevábamos, envuelto en papel de plata, en el bolsillo del abrigo ¡se pasaba mucho hambre fuera de nuestras protectoras urnas de cristal! Los "caballeros mutilados" que descargaban, sobre nosotros, su amargura con cualquier motivo. Los improvisados profesores que nos descubrían episodios de la historia contemporánea, como es el caso del cobrador que, levantando el estuche metálico de los billetes por encima de su cabeza, le espetó a un ex-soldado de la División Azul, que se negaba a pagar su billete por este motivo: "Lo que no ha hecho una bomba en Rusia se lo voy a hacer ahora con este estuche". Los pasajeros de condición humilde que nos gritaban, con rabia manifiesta, cuando alborotábamos durante el trayecto: "Parece mentira que vayáis a un colegio de pago". Todo, en el fondo, muestras de ansiedad, depresión y violencia contenidas. El tranvía, durante el día, era el contrapunto de mi aprendizaje. Y por la noche, al chirriar al cruzar por la calle Herzegovina, era también un contrapunto al sonido que hacían, al golpear la mesa de mármol, las fichas de dominó lanzadas con chulería por los jugadores del Bar Ancora. Sonidos que, unidos a alguna u otra palabra soez, acompañaban las largas y agitadas sombras negras que trepaban, por las noches de verano, hasta la ventana de la habitación donde intentábamos conciliar el sueño mi hermano y yo.