Enrique Solanes 

Noviembre 2010

Abuelito



abuelito cole



"Todo lo que una persona puede imaginar, otras podrán hacerlo realidad"

                           Julio Verne






El abuelo

Mi abuelo Enrique, el abuelito, me enseñó muchas cosas. La más importante que me enseñó fue en Sitges, mientras comprábamos en un pequeño colmado situado en el paseo marítimo. Yo tenía siete u ocho años y solía pasar varios días del verano en casa de Juanito, el hermano de la Tita, la segunda mujer de mi abuelo. Mi abuelo venía a vernos, algunas veces pero, cuando lo hacía, esos días eran estupendos. No sé la razón por la que vino, esta vez, pero fue entonces cuando me lo dijo.

— Nunca te des por perdido hasta que no tengas tu cabeza separada dos metros de tu cuerpo— gesticuló con las manos indicando mas o menos dicha distancia.

Sus palabras me causaron mucha impresión. Intenté visualizar cómo podría verse el cuerpo, sin cabeza, desde esa distancia. Pero el consejo me fue muy útil. Quizás demasiado ya que lo he aplicado toda mi vida. Por está razón, mi madre, tuvo que advertir a mi futura mujer, justo antes de que nos casáramos, de que su hijo tenía muchas virtudes pero también un defecto: que era muy testarudo. Ser testarudo es sólo una variante de lo que mi abuelo me aconsejó. Ser tesonero es otra y no desfallecer en lo que crees también.

 

Pero la relación con mi abuelo no fue buena desde el principio. Yo diría, incluso, que no empezó demasiado bien. La primer vez que me vio fue el día que nací y, según me contó mi madre, él se acercó a la cuna y se agachó para ver a su segundo nieto. Me observó detenidamente, y entonces pronunció su opinión.

Aquest nen te el nas de patata— dijo con solemnidad mirando a mi madre.

No sé porque se lo dijo en catalán pero si sé que, a ella, le sentó muy mal. Mi madre creía que su primer hijo era perfecto en todos sus detalles y le molestó mucho aquella aseveración de mi abuelo, ya que me la relató varias veces durante mi infancia. Como se puede comprobar, mi abuelo, era una persona directa en sus manifestaciones y, también, poco amante de las convenciones.

El primer recuerdo consciente que tengo de él, corresponde a un encuentro que tampoco podría catalogarlo de bueno. Más bien al contrario. Me llamó para que me pusiera al lado del piano, que había en la habitación donde yo dormía. Yo debía tener cuatro o cinco años. Le recuerdo como una persona muy alta, para mi enorme, sentada en una banqueta también enorme y con unas grandes manos situadas en una interminable ristra de teclas blancas i negras.

Me enseñó la escala musical y me la hizo repetir en voz alta. Primero la repitió varias veces del derecho, luego del revés y, finalmente, de forma variada formando pequeñas tonadillas.  Yo hice lo que pude, siguiendo sus indicaciones, hasta que repentinamente cesó la música.

— No tienes ningún oído musical— sentenció con cara de enfado mientras bajaba la tapa del piano. Se levantó y marchó de la habitación.

Me impresionó mucho y también me humilló. No cabe duda de que era un tipo directo. Luego, ya de mayor, pienso que en realidad lo que pasaba era que quería enseñar y transmitir a su nieto una parte de lo que él disfrutaba en su vida, la música, y constató que no podía hacerlo.

 

En el comedor de su casa había un reloj de pared, de madera barnizada en negro, con un largo péndulo y dos grandes pesas doradas para accionar su mecanismo. En la parte superior había un busto, en bronce negro, de Dante Alighieri. Sólo mi abuelo podía accionar las pesas y lo hacía todas las noches, después de cenar. Alguna vez me había llevado una regañina por haber tocado las pesas, dentro de mis juegos infantiles. ¡El reloj del abuelito no se podía tocar!

Por las noches mi hermana Julia y yo contemplábamos aterrorizados el reloj, desde el fondo del pasillo, ya que parecía una siniestra persona con una cabeza negra y largas piernas también negras. Tan alto como el abuelito y, en las penumbras de la noche, casi indistinguibles el uno del otro.

 

Mi abuelo también tenía la capacidad de meterme en líos. En una ocasión, mientras jugaba en la calle con otros niños de mi edad, me regaló una preciosa estrella de Sheriff . Era de latón y tenía seis puntas curvadas hacia el interior. ¡Me gustó muchísimo! Pero lo más importante de la estrella no se veía en su aspecto externo.

— Con esta estrella de Sheriff tú tienes el mando de esta calle. Desde esta esquina hasta aquella otra— dijo indicándome con sus manos los límites de mi poder.— Todos los niños en esta calle tienen que obedecerte.

Mi innato sentido de la prudencia me llevó a no dar nunca órdenes a ninguno de los niños que jugaban conmigo. Aunque por las tardes desde el balcón de mi casa, y con mi estrella de Sheriff prendida en mi jersey, contemplaba con orgullo el territorio que me pertenecía. Sólo mi abuelo y yo compartíamos el secreto.

Otro lío que tuvimos fue mayúsculo. Mi madre le había encargado que me acompañara a casa de un amigo que vivía dos o tres calles más allá de la nuestra. Mi abuelo y yo bajamos juntos la escalera de la casa, llegamos al portal y, de allí, salimos a la calle.

— Vamos a ir en moto— me dijo señalando la moto aparcada frente al portal.— Ven sube. ¡Pero no se lo digas a nadie!

Mi abuelo tenía una moto OSSA. Era una máquina preciosa, pintada en gris y sepia con el faro y tubos de escape cromados y relucientes. Me maravillaba y además ¡nadie tenía un abuelo que fuera en moto! Cuando salía del colegio tenía, muchas veces, la moto aparcada fuera y me dejaba subir en el asiento, siempre delante de mis compañeros, por lo que éstos me envidiaban profundamente. Era una auténtica gozada.

Naturalmente él tenía prohibidísimo llevarme en su moto. A todos les parecía un despropósito que él fuera en moto, aún más que llevara un niño con él. Pero su espíritu transgresor le inclinó a hacerme la propuesta.

Yo era muy pequeño para oponerme o, quizás mejor, no tenía el menor interés en oponerme. Así que subí encantado.

— Sujétate fuerte a mi cintura— dijo girando su cabeza hacia el asiento trasero. Y arrancó.

Fue una experiencia inolvidable. Yo abrazaba su cintura con la cabeza apretada contra su espalda. Inexplicablemente, para mi, la moto no se tambaleaba y se dirigía velozmente, también para mi, a su destino. El aire golpeándome la cara y el ruido intermitente del motor completaban una experiencia nueva, e inusual en mi vida.

Por la noche, de vuelta a casa, mi excitación no pudo ocultar a mis padres la razón de la misma. Me fue imposible ser leal con mi abuelo. Como es fácil de imaginar la bronca fue mayúscula. Los gritos de mi madre y de la Tita se sucedían a lo largo del pasillo de la casa persiguiendo a mi abuelo, que apenas pudo defenderse y que no tuvo más remedio que refugiarse humillado en su cuarto. A continuación, a mí me conminaron a no hacer caso nunca más a lo que me propusiera mi abuelo. Afortunadamente no hice ningún caso de esta admonición.

 

A mi abuelo le gustaba enseñarme cosas. Pero no las cosas que se podían aprender en la escuela, sino otras mucho más interesantes. Como la que aprendí en la Colonia Güell, donde pasábamos aquel año las vacaciones veraniegas, al menos mi madre mi hermana y yo. Mi padre aparecía algunos días y mi abuelo de tarde en tarde.

Un día salimos a pasear toda la familia por un polvoriento camino de carro. Mi abuelo y yo íbamos caminando por delante del resto de la familia. Él se agachó y me indicó unos objetos que había en el camino.

— Caca de bou— dijo señalando a uno y volvió a decir, señalando el otro,— caca de tatano.

Los observé detenidamente. Uno era redondo como una ensaimada de color marrón, plagado de pequeños agujeros por donde salían unas moscas y, el otro, era un conjunto de bolas amarillentas por donde sobresalían pequeños trozos de paja. Yo estaba maravillado de que, por tales objetos, se pudiera descubrir los animales que habían pasado por allí, sin necesidad de verlos efectuar sus deposiciones.

Caca bou, caca tatano— repetí mientras los tocaba para reforzar mi nuevo conocimiento.

— ¡Esto no se toca!— gritó mi madre— Es caca.

Estaba equivocada. No era caca sino indicadores, o indicios, de la existencia de determinados animales en la zona.

Parece una tontería, pero este conocimiento fue la base que me permitió entender, ya de mayor, importantes procesos de inferencia en el mundo de la ciencia. Como por ejemplo cómo del análisis del espectro de la luz que llegaba a la tierra, procedente de un lejano planeta, se podía saber la composición de su atmósfera. Sin necesidad de ir allí y tomar una muestra. O el por qué analizando los números, reflejados en los estados contables de una empresa, se puede determinar su situación. Sin pisar sus despachos ni ver sus talleres y productos. En todos los casos  sólo es necesario ver algunos de sus indicadores, ya sean emanaciones o deposiciones, si se me permite.

Otra enseñanza sobre la naturaleza me la dio en Borjas Blancas. No sé que tenía que hacer mi abuelo en Borjas Blancas, pero mis padres me permitieron que le acompañara. Tuvimos que ir a la estación de Calafell, donde estábamos veraneando aquel año, a tomar el tren llamado Picamoixons que tenía la particularidad de parar en todas las estaciones de su recorrido.

La experiencia, en dicho pueblo, fue muy singular para mí. Dormir en una habitación con gruesas vigas de madera, despertarme con el canto del gallo, orinar en una comuna, eran realmente experiencias impactantes para un niño de ciudad.

Por la mañana fuimos a andar por el campo. A un lado del camino había una enorme balsa de agua donde nos detuvimos.

— Sube y mira— me dijo aupándome sobre un banco.— Son capgrossos.

En efecto estaba lleno de unos pequeños bichos que sólo tenían cabeza y cola,  y que se movían en todas las direcciones.

— Cuando se hagan grandes les saldrán patas y se convertirán en ranas.

Me sorprendió mucho porque todos los animales que yo conocía: perros, gatos e incluso pollos; al crecer sólo se hacían más grandes sin salirles patas adicionales. Lo que me contaba mi abuelo parecía magia. Cómo las ranas que se convertían en princesas cuando las besaba un joven galante, en los cuentos que me contaba. Quizás la naturaleza tenía más magia de la que pudiera parecer y no era tan lineal, y poco creativa, como me parecía hasta entonces.

El resto del tiempo lo pasé jugando con una multitud de niños que como una nube acompañaban siempre a mi abuelo. Él era único para entretenerlos, contando cuentos, haciendo juegos de magia, o simplemente organizando juegos con ellos. Fue una estancia corta pero muy divertida.

 

De más mayor me enseñó a ir en bicicleta. Pero no de la forma habitual: lo hizo en un velódromo. En Sitges había un velódromo abandonado en las afueras de la población, junto a la carretera que iba a Sant Pere de Ribas. Allí aprendí, con una bicicleta alquilada, y, cuando ya sabía más, nos reuníamos una panda de niños en bicicleta delante del bar El Chiringuito para, desde allí, dirigirnos todos al velódromo. Naturalmente guiados por mi abuelo también en bicicleta o, las más de las veces, montado en su moto. Éramos un antecedente de El verano azul, con la diferencia de que el niño líder, mi abuelo, tenía la edad del Chanquete de la serie.

Las vueltas por el velódromo eran fantásticas. Se podía incrementar la velocidad para poder subir por las curvas peraltadas para luego bajar zumbando, como los ciclistas de verdad.

Naturalmente la Tita no sabía donde nos íbamos con las bicicletas. Ella creía que sólo nos movíamos por el paseo. En realidad, al llegar al final del paseo, nos dirigíamos hacia la ermita del Vinyet y de allí íbamos por la carretera, cruzábamos por un puente la vía del tren y seguíamos por la carretera hasta el velódromo. De estas salidas ciclistas le guardé celosamente el secreto a mi abuelo y nunca nadie se enteró de donde hacíamos nuestras prácticas.

En otra ocasión, también en Sitges, no tuvimos tanta fortuna en ocultar muestras correrías. Cuando había fuerte oleaje nos solíamos ir al segundo espigón, el que salía cerca del bar El Chiringuito. Era un espigón recién construido con grandes bloques de roca sin recubrimiento. Nos situábamos en el extremo y desde allí contemplábamos el oleaje, esperando que llegara una ola de gran tamaño.

— ¡Furias del Averno!— Gritábamos, alzando los brazos, cuando venía una ola de las grandes— ¡No podréis conmigo!

A continuación nos dábamos la vuelta y echábamos a correr para no ser alcanzados por el agua de la ola al romperse contra la escollera. Luego volvíamos de nuevo al extremo de la escollera repitiendo el mismo proceso sólo variando las imprecaciones. Era divertidísimo y producía grandes descargas de adrenalina.

Pero una vez nos falló. Al tratar de huir de una ola, introduje el pié en un hueco entre las rocas y caí. No sólo quedé totalmente empapado de agua sino que me hice un corte en la rodilla. No tuvimos más remedio que volver a casa y descubrir nuestro secreto. A mí me cambiaron de ropa y llevaron al dispensario médico para curar la herida. A mi abuelo los gritos e imprecaciones lo hicieron recluirse, de nuevo, en su habitación.

Sitges sólo era divertido cuando venía mi abuelo. Salía con una pandilla de niños, nos contaba cuentos, nos entretenía con juegos poco habituales y nos hacía trucos de magia. Nunca supe de dónde reclutaba tantos niños, parecía el flautista de Hammelin. Mi abuelo siempre llevaba una, o más, barajas de cartas en los bolsillos. Las sacaba y empezaba un viaje fantástico por el mundo de la imaginación y la fantasía. Es que mi abuelo era un Mago.

 

 

El Mago

Mi primer contacto con la magia lo tuve de muy pequeño, cuando todavía vivíamos en su casa de la calle Córcega. Recuerdo que una mañana la casa se llenó de gritos.

— ¡El conejo!¡El conejo!— decía una voz desde el fondo de la cocina.

— ¡La puerta!— Se oía gritar desde el recibidor— ¿Quién la ha dejado abierta?

Corrí hacia el recibidor, salí al descansillo acompañado por mi madre y vi a mi abuelo corriendo escaleras abajo. Al cabo de un rato apareció jadeando con un conejo cogido por las orejas, como cuando los magos los sacan de sus chisteras.

Descubrí que para que un mago pueda sacar un conejo de un sombrero de copa, primero hay que tener un conejo. Y que los conejos no se crían en los sombreros sino, como en nuestro caso, en un barreño con paja en su interior.

Era un conejo blanco muy simpático, al que yo le daba zanahorias que devoraba velozmente. Y al que me dejaban acariciar su pelo. Podía decirse que yo era una especie de aprendiz de ayudante de mago. Luego, cuando crecí, llegué a ser el auténtico ayudante del mago Solimán.

El nombre del mago tenía un sonido que evocaba el oriente, como el nombre del Sultán Solimán el Magnífico.

— Mi nombre de mago es Solimán— me aclaró mi abuelo mostrando una tarjeta de propaganda con su foto y el nombre.— Ves: Sol i Man, que son la contracción de mis apellidos: Solanes i Mañé.

Era un juego de palabras ingenioso pero, lo que realmente encerraba era el auténtico sentido de la magia: crear una ilusión a partir de algo cotidiano. Evocar el fantasioso oriente a partir de unos apellidos corrientes, o evocar poderes adivinatorios a partir del engaño visual. No es realmente engañar. Es ilusionar, con la existencia de unos poderes y de una fantasía, que a todos nos gustaría existieran, que nos permitieran librarnos de las leyes de la gravedad, o de la causalidad que nos atenazan en la tierra. En definitiva es permitir volar. A los que sólo les interesa descubrir los trucos empleados, en la magia, están condenados a arrastrarse permanentemente sobre el suelo de la Tierra, sin poder volar por la atmósfera del conocimiento y la imaginación que la recubre. La Noosfera de la que hablaba Teillard de Chardin.

 

Mi abuelo actuaba principalmente en comuniones y fiestas familiares. Ensayábamos en la galería de nuestra casa, delante del público formado por la parte de la familia que se dejara. Allí por ejemplo mi abuelo ponía un conejo blanco, otro diferente del anterior que ya había muerto, o una paloma dentro de una caja y luego la desmontaba, tabla a tabla, y el conejo había desaparecido. Yo, como ayudante, me encargaba de recoger las tablas que me entregaba el mago, incluida aquella con una bolsa donde se escondía el animalito, sin que se notara que era diferente o sin que  se me cayera al suelo. Toda una responsabilidad para un niño de ocho o nueve años.

Pero el número que me gustaba más era el, que llamábamos, de La sombrilla.  En el escenario había una mesa con una gran olla metálica y dos sillas. Primero dos niños voluntarios subían al escenario y se les entregaba, a uno, un pañuelo con dibujos de flores amarillas y, al otro, una sombrilla china estampada en azules, que se envolvían en sendos pañuelos de terciopelo rojo.

— Sentaos en esas sillas, uno a cada lado de la mesa— les decía el mago Solimán, dándoles el pañuelo y la sombrilla envueltos.— Sujetadlas fuertemente para que no se escapen.

Entonces el mago pedía, entre el público, que le depositaran objetos valiosos en una bolsa roja con mango de madera: relojes, anillos, pendientes, collares, etc. Mi abuelo era muy persuasivo y siempre conseguía llenar la bolsa. Luego vaciaba la bolsa dentro la olla metálica, produciendo un gran ruido de golpes.  Explicaba que quería hacer una tortilla muy especial, para lo cual rompía dos huevos, que vaciaba dentro de la olla; luego echaba un choro de aceite, también dentro de la olla; y un poco de sal. Los que habían entregado los objetos ponían cara de circunstancias, mientras que los demás reían sonoramente. Colocaba la olla sobre un hornillo, que llenaba con petróleo de una botella, que había sobre la mesa, y lo encendía con una cerilla. Removía el contenido de la olla con una gran cuchara de madera durante un rato.

— Esto va muy lento. Será mejor poner el petróleo dentro— decía echando un chorro de petróleo de la botella con que había llenado el hornillo.

A continuación tiraba una cerilla encendida dentro de la olla. Entonces e producía una fuerte explosión y una llamarada salía de la olla. Las risas se convertían en espanto y los propietarios de los objetos palidecían. Rápidamente el mago colocaba la tapa de la olla para apagar el fuego.

Silencio total en la sala. Entonces el mago, pasados unos segundos de confusión, sacaba la varita mágica a fin de poner orden en el desaguisado. Primero golpeaba la olla y retiraba la tapadora. Un ramo de flores amarillas, iguales que las del pañuelo, surgía de la olla. Se dirigía entonces al niño que sujetaba el pañuelo floreado y le ordenaba sacar el envoltorio. En lugar del pañuelo estaba la tela estampada en azul de la sombrilla china. Asombro en la sala. Las miradas convergían en el otro niño. Éste sacaba el envoltorio y aparecía la sombrilla, pero sin su tela estampada. La abría y de sus varillas colgaban, sujetas a unas cintas rojas, ¡todos los objetos que habían sido entregados por el público! Grandes aplausos y sonrisas en las caras de los dueños de los objetos.

Yo era el ayudante casi invisible pero fundamental. Los magos que utilizan chicas guapas y con poca ropa, lo hacen para que cuando salen a escena llamen la atención del público y permitan al mago a hacer las manipulaciones necesarias. En mi caso era lo contrario. El mago atraía la atención con sus chistes y relatos, mientras que el cándido niño ayudante hacía el trabajo.

Yo salía para recoger la bolsa, una vez el mago había vaciado su contenido en la olla. Naturalmente la bolsa tenía un falso fondo. A la olla habían ido a parar tornillos y canicas mientras que yo sacaba de la escena los auténticos objetos sin que nadie me prestara la menor atención.

Mientras el mago hacía la "tortilla" en la olla, yo me dedicaba a atar los objetos con las cintas rojas a las varillas de otra sombrilla china sin tela. Cuando oía la explosión salía con mi paquete a escena y lo dejaba discretamente en el lugar adecuado para que el mago diera el cambiazo, aprovechando la confusión.

El éxito del número radicaba naturalmente en la habilidad del mago de crear la ilusión pero, también, en el trabajo riguroso del ayudante, sin el cual el fracaso estaba garantizado. Ahora calibro la gran confianza que mi abuelo depositaba en mí para estos menesteres.

 

En otros números yo, en lugar de hacer de ayudante, era el protagonista. Hacía de El niño mentalista. Mi abuelo pedía que le dijeran un número del 1 al 9, en voz baja o escrito en un papel para que yo no lo viera.

— Vamos a ver ¿qué número ha pensado este señor?— decía mi abuelo.

— El seis— contestaba yo sin dudar.

— També ho puc dir en català: Demà m’afaitaràs— decía después de solicitar un nuevo número que había resultado ser igual al anterior.

— El seis— respondía de nuevo.

Mi abuelo se giraba orgulloso al público tras demostrar que las palabras que decía no eran repetitivas y que, por lo tanto, no tenían que ver con mis facultades adivinatorias.

Este número lo realizábamos, en la calle o en casas particulares, allí donde había un corrillo de gente, o donde lo formaba él anunciando mis facultades de mentalista. Sólo en una ocasión lo realicé sin la presencia de mi abuelo. Fue en el colegio ICI , Instituto comercial de la Inmaculada, donde estudiaba a los ocho años.

— Sr. Vilà. Acérquese al estrado— dijo el profesor en medio de la clase de Aritmética.— Me han dicho que Vd. tiene poderes de adivinación.

Quedé aturdido momentáneamente y mientras caminaba, desde mi pupitre situado al fondo de la clase hacia el estrado donde estaba la mesa del profesor, pensaba si mi abuelo le habría explicado nuestro secreto. Era imposible: un mago no traiciona así sus conocimientos.

— ¿Qué número he escrito en este papel?— me dijo en cuanto subí al estrado.

— El siete— contesté con rapidez.

El profesor palideció y mostró un gran número siete escrito en una hoja de papel. Los niños aplaudieron formando un gran jolgorio.

— Sr. Vilà, vuelva a su sitio— gritó— y ¡Vds. cállense!

Por pura casualidad había hecho la pregunta con la clave correspondiente al número escrito. Mi fama de mentalista ya no volvió a ser cuestionada o puesta a prueba. ¡Menos mal!

De todas formas, el número de niño mentalista más espectacular era el de La Suma. Yo me sentaba en medio del escenario de espaldas al público. Mi abuelo hacía subir a diversas personas del público para que escribieran en una pizarra seis números de cuatro cifras cada uno. Otro espectador efectuaba la suma y, finalmente, otro tachaba uno de los sumandos escogido al azar.

— Voy ahora a dictar cada uno de los sumandos— decía mi abuelo con gran pompa— excepto el que está tachado. Pero él— es decir yo, el niño mentalista— será capaz de dar el resultado correcto de la suma.

A continuación lentamente dictaba los números correspondientes a los sumandos no tachados. El niño mentalista se retorcía en la silla mientras oía los números. Al finalizar, después de un largo silencio, comenzaba a desgranar el resultado mientras volvía a revolverse en su silla, como si fuera un poseído.

—¡Exacto!— decía triunfante mi abuelo al finalizar— Se merece un fuerte aplauso.

Nadie reparaba en ello pero, lo que mi abuelo me dictaba con los sumandos, era directamente el resultado con la clave convenida. Cinco sumandos, cinco números del resultado. Mi participación, en este número de magia, no era puramente el de la actuación. Recordar cinco números seguidos, sin error, era bastante arriesgado para una actuación. Así que desarrollé un sistema de recordar los números que podemos calificar, con plena propiedad, de memoria digital.

Con el dedo pulgar de la mano izquierda marcaba en las falanges de los tres dedos centrales, el número a recordar, como si fuera el teclado de un teléfono móvil actual. Luego hacía lo mismo con la mano derecha. Y del mismo modo con la punta de los dedos señalaba en el teclado, más grande, que formaban la rodilla, la pierna y la ingle, por un lado, y las dos piernas y la entrepierna, por otro. Con los de la Mano izquierda primero y luego con los de la derecha. Así sólo tenía que recordar de memoria el último número.

Está era la razón por la cual el niño mentalista se retorciera en su silla, tanto para registrar los números como para recuperarlos. No era sobreactuación artística, sino necesidad de la computadora digital humana. El mago Solimán estaba encantado con su colega, el niño mentalista, al que consideraba ya uno de los suyos.

— Los trucos de magia no se explican jamás a los demás— me decía— quedan entre nosotros.

 

Con estas palabras pasé a formar parte de los magos. Me llevaba a las reuniones de la Asociación de Magos, o algo así, que presidía el Sr. Maymó. Dueño de la fábrica de Superheterodinos, Radio Maymó, es decir las radios antes de que las destruyeran las de transistores. Las reuniones se hacían en sus oficinas donde había un gran letrero en la fachada que decía: "Al éxito por la práctica". Muy adecuado para un ilusionista también. Allí Solimán me presentaba a sus colegas, o mejor dicho, a nuestros colegas.

Me hice amigo del hijo de Li Chang, que levitaba en los escenarios en las actuaciones de su padre. Ambos eran de Badalona. Yo creo que eran delgados y amarillentos debido al hambre que pasaban pero, vestidos de chinos, daban bien su personaje. Hoy hay una plaza en el Centro de Badalona que lleva su nombre: Mago Li Chang.

Los magos fuera del escenario no son fáciles de reconocer. Pero si les invocas unas determinadas palabras clave, inmediatamente se transforman y sacan una baraja de cartas del bolsillo para mostrarte una nueva ilusión. Mi abuelo se transformaba en Solimán cuando estaba rodeado de niños. En la terraza de una cafetería, en el banco de una plaza o en el patio de una casa. Siempre llevaba tres o cuatro barajas en los bolsillos con las que hacía diversos juegos de manos y de adivinación. Sacaba monedas de las narices y orejas de los niños de alrededor. Pero lo más divertido siempre eran los relatos con los que acompañaba toda su actuación.

 

El viajero

Su magia personal y artística le ayudó también en su otro gran amor: viajar. Según me contó cuando hizo un crucero por Estados Unidos, México y Cuba, contrató el camarote más barato. Luego empezó a entretener al pasaje efectuando sus juegos de manos en corrillos en los salones y en las comidas, incluso en la mesa del capitán. Finalmente el capitán lo invitó a ocupar un camarote de primera, en el que hizo la mayor parte del viaje.

Siempre hablaba de sus viajes y tenía la maleta siempre dispuesta para ir a cualquier lugar, cuanto más lejano mejor. Por eso cuando estábamos mi madre y yo preparando nuestro primer viaje a París, no nos extrañó lo que nos dijo la noche anterior a la partida.

En realidad, aprovechábamos el retorno de  Manolo, primo de mi madre, con su mujer a Auvers sur l'Oise, situada en las afueras de París. Yo tenía catorce años y estaba muy emocionado porque era también mi primera salida al extranjero.

— Así que os vais a Paris mañana— nos dijo al llegar a nuestra casa para, según creíamos, despedirse de Manolo.— Pues voy a ir con vosotros.

A Manolo no le hizo mucha gracia ya que el coche Simca Vedette que tenía ya iba demasiado cargado, pero no hizo mayor comentario que el de un bufido mal disimulado.

— No te preocupes que no voy a dormir en tu casa. Tengo otros planes— dijo casi sin mirarlo.— Mañana me recoges, con el coche, cuando bajes por la calle Balmes.

Efectivamente, a las siete de la mañana, en la esquina de la calle Balmes con Córcega estaba mi abuelo esperándonos con un pequeño maletín de viaje en la mano. Se acomodó en el asiento trasero, entre mi madre y yo, y Manolo se resignó con su suerte.

Fuimos a buscar la N-II que atravesaba Badalona y seguía por la costa al lado de la vía del tren. Desde que salimos estuvo planificando lo que teníamos que hacer en París: lo que había que ver, donde pasear, que comer, que no hacer, y un largo etcétera.

Cuando llegamos al Masnou tocó la espalda de Manolo con su mano.

— Para aquí— dijo con naturalidad— Yo ya he llegado a mi destino.

Primero en silencio y luego con risas contemplamos atónitos como se apeaba del vehículo, recogía su maletín y se ponía en la acera en posición de despedirnos y desearnos un buen viaje. Manolo respiró aliviado. Era sólo una broma del abuelito. Una más.

De todas formas nunca supimos si, en realidad, tenía que ir al Masnou y se ahorró el billete del tren, ya que era un reconocido tacaño. O si simplemente fue una completa broma y se volvió en tren a Barcelona, ya que nos hizo que lo apeáramos precisamente justo delante de la estación del ferrocarril. En cualquier caso fastidió un rato al sobrino de su primera mujer, en definitiva un de Miquel.

Ya se ve que mi abuelo era amante de las bromas que son, en definitiva, variantes del engaño propio de la magia y el ilusionismo, es decir hacer creer que las cosas no son siempre lo que parecen ser.


 

En este sentido, la broma más grande se la gastó a la Tita. Un día le comunicó que se tenía que ir a resolver un asunto, fuera de Barcelona y que le llevaría varios días.

— Me voy a Mataró— le dijo— ya te llamaré cuando pueda volver.

Tomó el tren en la Estación de Francia pero, no el que iba a Mataró sino el que iba a Montecarlo. Una pequeña diferencia. Y el asunto a resolver era el de ¡jugar en el casino!

Según me repitió repetidas veces, su plan era el siguiente: a partir de las 10.000 Ptas. (unos 2.000 € de ahora) que llevaba, jugar hasta ganar 100.000 Ptas. o hasta perder todo lo que llevaba. Pero tenía un método para conseguirlo. Semejante al de apostar a Rojo o Negro duplicando la puesta si se pierde, o repitiéndola si se gana, pero algo más complicado.

En realidad no iba a divertirse jugando, sino a aplicar un método mecánico, tedioso y aburrido. Y en el fondo angustioso. Me decía que sudaba continuamente y que tenía que parar repetidas veces para ir al lavabo a orinar, como consecuencia de los nervios que pasaba. Pero en tres días lo consiguió. Entonces llamó por teléfono a su mujer.


— Ángeles, estoy en Montecarlo y he ganado en la ruleta— le dijo eufórico.— Despide la criada, regala el perro y cierra la casa. Haz las maletas y coge el tren hasta Génova, donde te espero para hacer un crucero por el Mediterráneo.

Así se hizo y se fueron de viaje. El método seguido para jugar no podía ser más aburrido, pero la forma de patearse el dinero no podía ser más lúdica.

De este viaje quedaron un montón de anécdotas y muchas fotos en 3D que tuve la ocasión de ver, junto con los comentarios correspondientes. La cámara fotográfica era de madera y tenía, naturalmente, dos objetivos retráctiles que permitían su plegado en una caja compacta. Grande y pesada pero de alta tecnología, para un turista de principios del siglo XX. Las placas fotográficas, con doble imagen, eran de cristal por lo que se iban rompiendo a medida que visionaban. A su muerte no quedaba ninguna.

En las fotos aparecía él, con un traje blanco, simulando trepar por la pirámide de Keops. O a su mujer, con un traje largo y tocada con un sombrero de amplias alas, y velo que le cubría la cara, subida en un camello. Y algunas otras igualmente exóticas para mí en aquella época.

Ser turista con una peseta fuerte, como era el caso, tenía un atractivo especial. Repetidas veces me repetía lo que le pasó en un bazar, no se si turco o egipcio.

— ¿Cuanto vale esto?— dijo señalando un objeto.

— ¿Y este otro?— volvió a decir al oír el ridículo precio, al cambio en pesetas, que le decía el comerciante.

— Vaya ¿y aquel?— repitió, de nuevo asombrado por la respuesta.

— Oiga. ¿Y cuanto vale toda la tienda?— dijo con un amplio movimiento de brazos y no menos amplia sonrisa de felicidad.

Era el paraíso para un tacaño, aunque también un infierno porque le dejaba sin excusas para no comprar y gastarse el dinero.

 

Su capacidad de disfrutar viajando le hacía, también, organizar viajes, o excursiones en autocar, para grupos de amigos, o grupos de clubs e instituciones sociales. Recuerdo los primorosos mapas ilustrados, con su pluma estilográfica, que hacía para repartir a los viajeros. En ellos figuraba la carretera bordeada con dibujos de las principales curiosidades que se iban a visitar.

— ¿Qué significan estos dos pinos?— le dije señalando unos que aparecían en el mapa— ¿un bosque a visitar?

— No— me contestó con cierta solemnidad de maestro.— En catalán Pino es Pi. Dos pinos son literalmente: Pi-Pi. Es decir: parada para orinar.

Por eso los dos pinos aparecían repetidamente a lo largo de la carretera, en los viajes largos. Los planos eran realmente obras de arte, que seguro hacían la delicia de los viajeros.

Sus cartas muchas veces incluían dibujos o criptogramas para entretener al lector. Yo recuerdo una carta, que estaba escribiendo a un amigo, cuyo texto seguía la forma de una espiral comenzando desde el interior. Para leerla tenías que ir girando el papel continuamente.

— Es para que, el que la lea, se caiga mareado— por eso las últimas frases caían sobre el borde inferior del papel.

La confección de la misiva no era trivial. Primero trazaba, con un lápiz, una espiral de paso constante desarrollada con una cuerda alrededor de un cilindro y, luego, escribía sobre ella con su pluma estilográfica, y con su muy cuidada letra, el texto correspondiente. Siempre haciendo gala de ingenio y cuidada realización.

Hablando de viajes, e ingenio, cabe decir que el primer libro que leí en mi vida me lo regaló él. Fue, naturalmente de Julio Verne: 20.000 leguas de viaje submarino. Buena parte del mismo no la entendí, por tratarse de disquisiciones científicas fuera de mi alcance, pero me fascinó. Luego me regaló toda la colección de sus libros, uno por uno, que devoré. Siempre había lugares exóticos, inventos, ingenieros y destellos esperanzadores de lo que nos podía deparar el futuro.

Y por encima de todos La vuelta al mundo en ochenta días donde compartí, con mi abuelo y su protagonista Phileas Fogg, que para viajar sólo se necesita: una bolsa de viaje llena de dinero y la ilusión de ir a algún lugar lejano.

 

El soñador

 Su dinero, seguramente poco, también lo empleó en un montón de aventuras empresariales de escaso éxito. Pero que eran, en el fondo, aventuras de soñador que trataban de adelantar un futuro, para él, totalmente cierto. Siempre siguiendo la estela de su estimado guía, el escritor Julio Verne.

De las inversiones de mi abuelo yo sólo conocí algunas de ellas, como la del autocar de dos pisos. En la finca de al lado de donde vivía mi abuelo, había un gran garaje dedicado a la reparación y pupilaje de automóviles llamado San Pancracio. En una ocasión, acompañado por un mecánico, me llevó a la parte del fondo del garaje donde había un enorme autocar.

Este autocar será el autocar del futuro— me dijo señalando la parte superior del mismo.— Fíjate, tiene dos pisos y el conductor está en la parte de arriba.

En efecto el vehículo tenía una elegante forma aerodinámica, muy diferente de los otros autocares de esa época. El piso inferior, con unos amplios ventanales, estaba destinado a los pasajeros. Una pequeña escalerilla daba acceso al piso superior que albergaba sólo dos asientos, el del conductor y el del acompañante.

— De esta forma los pasajeros disfrutan de una total visibilidad y comodidad,— decía— y el chofer de mayor aislamiento.

Me dejó subir y sentarme en el lugar del conductor. Era realmente impresionante.

— Ahora hay que asegurar que la dirección y la palanca de cambio funcionen correctamente desde esta distancia— oí que decía el mecánico. —Los espejos retrovisores funcionan perfectamente.

Después mi abuelo me contó infinidad de detalles sobre el proyecto. Una vez recuerdo ver salir del garaje el prototipo de autocar, con el mecánico al volante y mi abuelo, radiante, saludando desde la ventana del piso superior.

A partir de una cierta fecha, mi abuelo, no me volvió a hablar del autocar. Pero sí que oí a su mujer, la Tita, despotricar contra los autocares y los garajes. Imagino que nadie compró la idea y que se perdió todo el dinero invertido en ella. En la España de los años cincuenta, no había mucho espacio para la innovación y menos para la realización de negocios sin los padrinos adecuados entre las autoridades. Una lástima.

 

Otro gran invento suyo fue la Lavadora de platos. Era un aparato metálico, abierto por la parte superior, con dos recipientes en su interior. En uno había dos cepillos redondos rotatorios, encarados uno frente al otro, y en el segundo había unas varillas para retener los platos. Unos tubos para inyectar el jabón y el agua completaban el aparato. El funcionamiento era el siguiente: se ponía un plato entre los cepillos, que rotaban en sentidos contrarios, un tubo proporcionaba el jabón necesario y en unos segundos se podía sacar el plato limpio, que se depositaba en el segundo recipiente para su aclarado posterior.

Una vez le acompañé a un taller donde le fabricaban las piezas necesarias para la construcción de un prototipo. Allí me enseño diversas máquinas mecánicas como las fresadoras o las pulidoras de bolas, necesarias para producir las piezas que necesitaba su máquina.

Él estaba entusiasmado con su nuevo invento. Una tarde, paseando por la plaza de Cataluña, me señaló la parte superior de uno de los edificios que la bordean, hoy el banco BBV.

— Allí figurará la marca del nuevo lavaplatos: ENSO— dijo entornando los ojos.—  En un letrero luminoso en colores,  que verá todo el mundo.

Como no es difícil de imaginar la marca ENSO era una palabra formada por las dos primeras letras de su nombre y apellido: ENrique SOlanes. A mi lo que más me asombraba, no era el ingenioso artilugio que estaba construyendo, sino la ilusión con que veía su éxito comercial.

El prototipo estaba instalado en una habitación, situada frente a la cocina de su casa donde, además de enchufes eléctricos, disponía de conexión a las tuberías del agua y de un desagüe, que hizo instalar expresamente.

Un día aparecieron por su casa unos señores vestidos con trajes oscuros y corbatas discretas. Eran los futuros socios capitalistas de la nueva aventura de mi abuelo. Los recibió dando grandes muestras de cordialidad, como él sabía hacer a la perfección. Y los acompañó hasta la habitación donde estaba instalada la máquina. Se dejó la puerta sin cerrar, por lo yo pude observar lo que sucedía en esa transcendental presentación.

En la máquina, esmaltada en blanco, lucía una letrero romboidal que ponía: ENSO.

Mi abuelo, con toda delicadeza pero sin dejar de hablar, puso en marcha la máquina y comenzó a oírse el motor y la fricción de los cepillos. Se quitó la americana, se arremangó la camisa y empezó a dar explicaciones y a moverse frente a la máquina, como si se tratara de un número de magia. Nada por aquí, nada por allá….

— Se coge un plato por el borde y se coloca aquí, entre los cepillos— les decía mientras introducía un plato de la vajilla de la Tita en su interior.— Entonces se saca y .......

Se quedó mudo al ver que sólo sacaba medio plato. La otra mitad se la había tragado la máquina. El número de magia salía del revés, como si en lugar de sacar al conejo de la chistera, sacara sólo la orejas.

Los capitalistas miraban atónitos. Mi abuelo, con medio plato en una mano, instintivamente metió la otra mano entre los cepillos para tratar de rescatar el otro medio plato. Lo sacó pero con tan mala fortuna que, por la presión ejercida, se abrió la máquina entre los dos depósitos, justo por la entrada de agua, y una avalancha de agua se fue contra los capitalistas. Éstos dieron un salto y salieron corriendo de la habitación perseguidos por mi abuelo con medio plato en cada mano. Yo pude apartarme a tiempo de delante de la puerta y conseguí no ser aplastado por todos ellos.

La Tita recuperó lo que quedaba de su vajilla y ordenó que se retirasen los restos de la máquina de la habitación. Fue una lástima también, porque unos pocos años más tarde se empezaron a ver máquinas de lavar semejantes por muchos bares y restaurantes de Barcelona.

Sin embargo nunca me hablaba de los intentos fallidos, ni con rabia ni con tristeza, seguramente porque ya estaba soñando con otros que los sustituyeran. Él sólo se podría preocupar, como me había dicho, cuando "viera su cabeza separada dos metros del cuerpo".

 

Cuando murió mi abuelo descubrimos, mi hermano y yo, otra inversión del abuelito: una caja de cartón llena de sellos. Ya desde pequeños nos había inculcado la afición al coleccionismo de sellos. Pero, naturalmente, lo que nos enseñó no se trataba sólo de un coleccionismo de comprar y guardar cuidadosamente los sellos en los álbumes correspondientes. Nos había dicho que los sellos tenían un valor que dependía de la rareza de los mismos. Un error de impresión o en el número de dentado de los bordes, podía convertir una vulgaridad en un tesoro.

Así que nos proveyó de lupas, para observar con detenimiento cada ejemplar; plantillas de diversos tamaños, para comprobar el dentado de cada uno; y catálogos antiguos, donde figuraban los sellos normales para poder así analizar las diferencias. Íbamos a la plaza Real a comprar paquetes de sellos para luego pasar la tarde analizándolos, para catalogarlos en su lugar, pero especialmente buscando las ansiadas diferencias que nos conducirían a la riqueza. Éramos auténticos buscadores de oro de salón.

Nos sorprendió mucho encontrar la caja con los sellos porque nunca lo vimos, a él, buscar ni catalogar sellos. Pero cuando abrimos la caja comprendimos que su estrategia había sido otra. En lugar de buscar el sello maravilloso había optado por guardar gran cantidad de sellos esperando que el tiempo los subiera de valor. En efecto la caja estaba llena de hojas completas de sellos nuevos sin cortar, todos emitidos a principios del siglo en España. Yo los conocía bien por haberlos catalogado en mis tiempos de buscador de oro.

¡Por fin habíamos encontrado el cofre del tesoro! Fuimos a un establecimiento especializado en sellos con un ejemplar de cada, para no alarmar al dueño con la información de que teníamos muchos más y hacer así caer las cotizaciones del valor de mercado de los mismos. Él especialista los miró y luego nos miró a nosotros.

— Estos sellos no valen prácticamente nada— dijo con sequedad.

— Pero tenemos cientos de ellos— contestamos cambiando de estrategia, esperando que poco multiplicado por mucho fuera algo.

— Pues yo tengo miles— contestó aburrido el especialista y se marchó.

El último negocio de mi abuelo había acabado también en fracaso.

 

El hombre

Su simpatía y encanto personal no lo desplegó sólo cuando era mayor, ya la debía tener de joven. Al menos es lo que se deduce de una carta de juventud fechada el 8 de septiembre de 1.913. Es la única que conservo de él. En ella pide disculpas a Don Joaquín de Miquel, por haber entretenido y acompañado demasiado tiempo a  su hija Julia, mi futura abuela, durante las fiestas de Olot. Dice así:

 

"Considere V. don Joaquín que si yo hubiera comprendido que ir algún rato al lado de su hija Julia, había de ser motivo de su disgusto, jamás me habría atrevido a ello"

 

Don Joaquín era el hijo del Marqués de Blondel del Estanque y, aunque arruinado por la epidemia de filoxera que asoló sus tierras, no podía tolerar que un chisgarabís, un topógrafo de la Canadiense sin ascendente nobiliario ni dote alguno, pretendiera a su hija.

Pero el topógrafo tenía alguna carta que jugar, como insinúa a continuación en la misma misiva:

 

"Ruego presente mis disculpas a su distinguida señora e hijas y si dentro de breve plazo me encuentro en la situación que espero, créame Sr. Miquel, obraré en otra forma"

 

La nueva situación era la posibilidad de conseguir la herencia que estaba esperando desde hacía algún tiempo. Sería un rico heredero y, consecuentemente, digno de pedir la mano de la hija de D. Joaquín. Y para que queden claras sus intenciones, acaba la carta con este aserto:

 

"No dudo que está explicación satisfará a V. sobre mi conducta en Olot y espero de su bondad que no considere una grave falta el querer tanto a su hija"

 

Que es una breve y contundente frase, ya que encierra un triple mensaje. Una declaración de amor indirecta, para Julia que seguro leería la carta; una petición de mano encubierta, para su padre que la estaría leyendo; y, finalmente junto con el párrafo anterior, una cierta amenaza, también para el padre, de que, algún día, podría hablar de tú a tú con el hijo del Marqués.

Seis meses después de la carta, Don Joaquín moría de cirrosis hepática, según cuentan, como consecuencia de sus excesos. Enrique heredaba y, vencidos todos los obstáculos, un año más tarde, en 1.915, se casaba con su querida Julia.
 El dinero de la herencia lo empleó, bien seguro, conociendo su talante, en pasarlo bien. Era tacaño, pero no con las cosas lúdicas.

Tuvo su primera hija dos años después. Acordó con su mujer que le pondrían el nombre de Julia, igual que su madre y su abuela. Fue al Registro Civil para dar cuenta del nacimiento, mientras su mujer permanecía en casa cuidada por su madre. Al regresar le confesó a su esposa, y a su suegra, que no la había registrado con ese nombre, sino que le había puesto el nombre de María Luisa.

¿Cómo le podía poner el nombre de Julia a una hija tan bonita?me confesó en una ocasión. ¡El nombre de una ciega!

Al parecer había conocido, en su niñez, a una niña ciega de nombre Julia. ¿Era Enrique supersticioso? Simplemente pensaba que le incomodaría que, al llamar a su hija por este nombre, le recordara la imagen de la niña ciega. Así era Enrique.

Cuando nació su segunda hija volvieron acordar ponerle el nombre de Julia. Esta vez dos hermanos de su esposa le acompañaron al registro para asegurarse de que no habría más sorpresas. Así eran los de Miquel. De esta forma no tuvo más remedio que ponerle a su hija este nombre, le gustase o no. Esta Julia fue mi madre.

El tercer hijo no pudo nacer porque Julia abortó, durante sus vacaciones en Arbúcies, y murió desangrada por falta de la asistencia médica adecuada. Tenía 32 años.

 

Mi abuelo contemplaba la muerte de una forma singular. Cuando cumplió los setenta años invitó a toda su familia, y personas más allegadas, a una fiesta que denomino: Fiesta del "Adiós a la vida".

Hizo imprimir unas tarjetas de invitación con una fotografía suya recortada en medio de un escudo con dos leones, como el que lucía en su anillo. Cada tarjeta estaba personalizada para cada uno de los invitados:

 

"El Sr. Enrique Solanes

  invita a …………………….

A la fiesta de Adiós a la Vida

que se celebrará con motivo de su setenta aniversario"

 

La fiesta se celebró en su casa, donde fue llamando a cada uno de sus invitados para darle un regalo de despedida, ya que había cubierto sus objetivos en esta vida, y que, a partir de entonces, se podía morir en cualquier momento. A mi, que tenía doce años, me regaló una metralleta de color rojo. Nunca he visto un acto semejante y todavía me sorprende. Era su singular manera de enfrentarse, con naturalidad, con su propia muerte.

En las conversaciones que habíamos tenido, sobre este tema, comprendí que más que la muerte lo que le preocupaba era el más allá, especialmente el Paraíso.

¿Qué voy a hacer en el cielo con dos mujeres?— me decía con cara preocupación.— Con una o con la otra está bien pero ¡con las dos a la vez!

Si era cierta la resurrección de la carne, la situación podía ser muy preocupante y no veía claro por donde escapar. No me lo dijo, pero seguro que lo pensaba, que quizás en el infierno podría estar mejor. Estaría sólo y probablemente, con algún truco de ilusionismo, podría entretener al capitán de los diablos y conseguir un rincón más confortable donde acomodarse. Como ya había hecho en la tierra en muchas y variadas ocasiones.

Unos años más tarde, en una visita que nos hizo en Calafell donde pasábamos el verano, se sacó el anillo que siempre llevaba y me lo regaló. Era un pesado anillo de oro con un escudo, en el centro, con sus iniciales: E S. Sujetado por un león a cada lado. No entendí, entonces, por qué me lo dio pero lo llevé siempre hasta el día de mi boda.

Un año más tarde murió. La afluencia de gente que acudió para darle su último adiós fue extraordinaria. Llenaban toda la calle, impidiendo el tráfico, a lo largo de toda la manzana de la casa donde había vivido. Seguramente eran cientos de personas a los que había hecho soñar. Era imposible que subieran a su casa, así que permanecieron en la calle para ver como salía la comitiva familiar hacia los coches, que nos esperaban en la acera. El sepelio tuvo lugar en Arbúcies, donde había muerto mi abuela Julia. Y fue enterrado en el mismo nicho donde estaba Julia, por expreso deseo de su segunda esposa.

Con todos sus contrastes y penumbras, cuando él aparecía en mi vida me hacía sentir como Litle Nemo in Slumberland. Yo era Sheriff en mi calle, mago en un escenario, ciclista en un velódromo, provocador de las furias del averno, buscador de tesoros, y un largo etcétera. Pero no en sueños, durmiendo como Litle Nemo, sino despierto. Esto es lo que me queda de él, ya que los recuerdos de sus miserias, lastradas por la terrícola gravedad, acaban siempre escurriéndose por las alcantarillas de la memoria.


 

 



© Josep Vila 2020