La pierna rota de Quique

29 enero 2013

futbol cole



La visión de Josep M. Vilà (1960)


En los últimos años de cole nos dejaban jugar a futbol en el campo grande situado en la parte superior de los patios de juego. Tenía gradas en la parte norte y un campo de hockey en el este.

Yo jugaba siempre de defensa y, la mayor parte del partido, el portero y los dos defensas lo pasábamos charlando reclinados en la valla del campo de hockey. Hasta que alguien gritaba.

– ¡Qué vienen, qué vienen!

Entonces salíamos corriendo a ocupar  nuestros puestos en el campo. El portero, naturalmente, en el centro de la portería y los defensas uno a cada lado.  La escena que sucedía a continuación era siempre, prácticamente, la misma. Quique Alcántara volaba por el centro del campo seguido por una nube de compañeros que simplemente corrían tras él.

Quique no corría sino que volaba. El aire se le colaba por la parte delantera de la bata rallada, siempre mal abrochada, de forma que se hinchaban por los hombros y se producían como dos alas, que aleteaban al escapar el aire por las mangas. 

Quique volaba hacia la portería y, entonces, se esperaba que el defensa saliera a interceptarlo antes de poner en apuros al portero. Yo corría hacia él y, cuando lo alcanzaba, o mejor dicho, cuando él me alcanzaba a mí; trataba de chutar la pelota que, milagrosamente, siempre se mantenía junto a sus pies.

Los segundos o décimas de segundo siguientes nunca he conseguido recordar que pasaba. Pero el hecho es que Quique ya me había rebasado y estaba, detrás de mí, preparado para chutar hacia el indefenso portero. 

– ¡Gol! – gritaba él y la mitad de los que corrían detrás de él, que acababan de darle alcance.

Entonces todos volvían a ocupar sus posiciones de salida menos el portero y los defensas, que volvíamos a continuar la conversación reclinados junto a la valla del campo de hockey. Que para mi, por otra parte, era lo más entretenido del recreo.


Un día decidí cambiar de estrategia. Yo no tenía ni los reflejos ni la capacidad para quitarle la pelota haciendo driblings, amagos o la bicicleta. Sin embargo yo tenía una capacidad que Quique no tenía: yo era más alto y corpulento que él. Tenía, pues, que trasladar esta ventaja competitiva a la acción.

Así que cuando vi venir al jugador volador, con su pelota entre los pies, seguido de la nube de compañeros en bata; salí hacia él sin ningún interés en quitarle la pelota pero con la determinación de no dejarle pasar.

Cuando llegué a su altura chuté al conjunto formado por el jugador volador más la pelota. Yo caí al suelo tras el encontronazo y vi volar, esta vez de verdad, a Quique por encima de mi cabeza.

Yo tenía una herida sangrante en la pierna que me producía bastante dolor pero, por los gritos de Quique, lo suyo era peor. El padre que vigilaba el recreo envió a unos compañeros a que fueran a alertar a los servicios médicos, para que retiraran del  campo al herido y lo trasladaran a la enfermería.  El herido era Quique.


Luego se dirigió a mí y, tras las correspondientes recriminaciones e imprecaciones, trazó con la punta de su zapato un círculo, en la arena del campo de juego, en torno al lugar donde yo estaba caído. 

– No puedes salir de este círculo hasta que no finalice el recreo – me dijo amenazadoramente.

Con mi pañuelo apreté la herida para evitar que sangrara más y me dispuse a esperar sentado en el  centro del círculo. No sé si el círculo tenía la intención de protegerme de los espíritus del mal que corrían por el campo, o de evitar que mis demonios de la violencia contaminaran a los otros jugadores.

Afortunadamente, al faltar Quique, no hubo más incursiones de la delantera oponente y pude mantenerme al abrigo de nuevos golpes y patadas ya que, el círculo estaba situado dentro del terreno de juego.

Al acabar el recreo salí del círculo y me lavé la herida en la fuente. Cojeando fui, en fila naturalmente, hasta la clase. Y al salir del cole, ya en casa, me curaron como correspondía. No era más que un corte y un golpe en la tibia.

Al día siguiente me enteré que Quique se había roto la pierna. No se si al chocar con la mía o al caer, tras su vuelo sobre mi cabeza. Me sentí muy mal y le envié una nota de disculpa.


Este episodio me causó una fuerte conmoción y decidí no volver a jugar al maldito futbol nunca más. Y lo he cumplido ya que, desde entonces, sólo he jugado al frontón y al frontón tenis, donde los castañazos están a la orden del día y nadie te dice nada ni te mete en círculos mágicos.

Unas semanas más tarde Quique apareció en el cole apoyado en unas muletas. 

– ¿Hola Quique como estás? – le dije – siento mucho lo de tu pierna….

– Vale, vale ¡pero c…! – me contestó.

No volví , prácticamente, a hablar con él ya que los de letras y los de ciencias hemos desarrollado la profesión en guetos  separados. Pero cuarenta años después me lo encontré en un consejo de administración donde él era el brillante secretario del consejo. Se dirigió hacia el grupo donde yo estaba y dijo señalándome con el dedo:

– Este es el tipo que me rompió la pierna – y, a continuación, me dio un fuerte abrazo.

Una demostración del espíritu de los compañeros de nuestra promoción.



© Josep Vila 2020